27 abril, 2015

Los adolescentes tienen que tomar pequeñas decisiones muy pronto y además reciben estímulos constantes de diferentes sitios (amigos, escuela, TV y cada día más Internet y las nuevas tecnologías). (J.Elzo).

Si lo pensamos con calma, esa catarata de estímulos que reciben nuestros alumnos es lo que con toda seguridad está favoreciendo que desarrollen un pensamiento en mosaico, en detrimento de la capacidad de dirigirlo de forma lineal, algo tan necesario para comprender bien un texto, centrar convenientemente la atención en una explicación, etc. Si a nosotros nos hubiera tocado vivir los años de la adolescencia bajo este aluvión de excitantes acicates tiroteándonos sin cesar es muy seguro que hubiéramos tenido la misma y sobrecargada empanada mental que muchos de nuestros alumnos padecen, porque además a esa suma de estímulos habría que añadirle, como les está ocurriendo a ellos, la constante incitación a hacer esto, aquello y lo de más allá sin parar nunca, sin descanso y sin respiro para pensar.

Parece como si hoy en día, para estar en la onda y ser un adolescente enrollado, fuese obligado someterse a pecho descubierto a esa perdigonada de estímulos y prestar atención a las mil y una demandas que le llegan de todos los lados, tocando todas las teclas disponibles que se le ofrecen. Flota en el ambiente la consigna de que no hay que perderse nada de lo que pueda ser “interesante y guay”, no importa si se trata de asuntos relativos a la moda, la música, los gadgets tecnológicos, las redes sociales o cualquier gilipollez que circule por ahí y cuyo prestigio resida, sin más, en ser un trending topic. Estar a la última se ha convertido en una aspiración, pero al mismo tiempo este paradigma es también una inmisericorde y exigente coacción social. En consecuencia, si un alumno tiene que compatibilizar esa tarea tan absorbente de “no perderse nada” con las restantes demandas cotidianas de la familia y el centro escolar, como no sepa administrar los tiempos y los espacios que le corresponden a cada cosa y no acierte a distinguir lo accidental de lo prioritario y lo banal de lo esencial, se aturullará de tal manera que en su cabeza se organizará una especie de olla podrida donde sin lugar a dudas se mezclarán las churras con las merinas.

Lo normal en la adolescencia es la propensión a hacerse un cierto lío con las cosas y andar un poco a tientas en el manejo de las variables de su incipiente fase de maduración, hasta ir centrándose poco a poco en la consolidación de la identidad. Pero aquí no hablamos de eso. Estamos considerando el poderoso influjo que en ese proceso de configuración personal está teniendo un contexto de estímulos que se cuela disparatadamente por todos los rincones y que le reclama constantemente su atención. En su pantalla mental se está proyectando en sesión continua una catarata de pautas, costumbres, consumos, valores, conductas, referencias, estilos de pensamiento, etc., con el sugestivo marchamo de “lo que mola”. Más que una oferta cadenciosa y tranquila funciona como una invasión, como una inundación que llega a los sentidos para modular la razón y comercializar los sentimientos. Es una ameba que se pega a la piel y que alecciona al mundo mundial, y sobre todo a los más jóvenes, acerca de lo que en estos tiempos postmodernos corresponde hacer, cuyo océano de pensamiento líquido y horizonte plano susurra incansablemente qué cabe esperar de la vida.

Es tanta la capacidad de sugestión de este maremágnum de incitaciones omnidireccionales de híper consumo y de híper estimulación que el influjo que siempre habían tenido los padres y demás educadores en los adolescentes acerca de cómo estructurar los valores y abordar los sucesivos retos resulta sensiblemente mermado, dejándoles así al albur del implacable tiroteo de unos estímulos dispersos que fagocitan su energía y la concentración en lo que merece la pena. Es decir, que a la chavalería la dejan con la cabeza hecha un verdadero lío porque esa mezcolanza de solicitudes dispersas casa bastante mal, e incluso contradicen descaradamente las directrices verdaderamente educativas que reciben de nosotros los educadores.

Como nos advierte el profesor Javier Elzo, estamos viviendo en una cultura de la transgresión y de la banalización, donde se festeja lo hortera, lo cutre, la desvergüenza y se legitima cuando no alienta la liberalidad de decir lo que sea sin dar cuenta alguna de por qué se dice lo que se dice. Todo ello está bañado y masajeado por esa desmesura de estímulos y por la trivialización que se hace de lo que es valioso de verdad. Ya nada está por encima de nada, hay que “democratizar” todo, igualar todas las cosas, quitarle trascendencia a las esencias, aplanar las inquietudes, disolver las críticas y ridiculizar lo que suene a distinto porque es mejor, para prestar atención únicamente a lo divertido y sin complicaciones. (El imperio de lo efímero, La era del vacío. G. Lipovetsky).

Despejar esa empanada no es nada sencillo. Tal vez lo único que cabe hacer es avisar con antelación a los alumnos de cuáles son los ingredientes con los que se forma y cristaliza ese batiburrillo mental, qué sabor tiene cada una de esas ofertas más o menos tramposas desentrañando cuál es su “valencia química” real y su valor genuino más allá de su apariencia de colorines. Pero sobre todo lo primordial es aleccionarles acerca de cómo unas y otras influyen en liar las cosas para hacer que al final acabe uno confundiendo el mar con el aire o la noche con la mañana, como le ocurría a la paloma de Alberti.