22 diciembre, 2014

¿Cuántos terrores se nos despiertan cuando oímos esa frase que hemos arrojado a un rincón escondido con los trapos viejos en el desván de la memoria? ¿Cómo olvidar la zozobra que nos invadía ante ese reclutamiento en público que juzgaba la sabiduría académica que se nos suponía o si habíamos hecho los deberes?    

La secuencia terrorífica era ésta: primero veíamos cómo el señor o la señora del aula nos miraba con una extraña sonrisa y decía en voz alta nuestro nombre (“¡Teresa!”… “¡Vicente!”). A continuación, en menos de un segundo en el que el tiempo se congelaba y nos arrugaba el alma, tronaba la temible amenaza, lo peor que podíamos oír, lo que nos producía un sudor frío mezcla de miedo, vergüenza y angustia. Sentado detrás de la mesa el verdugo se relamía esbozando una sonrisita implacable al disponerse a rematar su poder sobre nuestras pobres vidas de alumnos ignaros con esas cuatro palabras que retumbaban en nuestros oídos como una sentencia medieval: ¡¡sal a la pizarra!!

No había escapatoria, había sonado la hora de la verdad y mientras avanzábamos con pasos vacilantes  hacia el cadalso de la pizarra verde donde nos esperaba una tiza con la que nos jugábamos todo, nuestras temblorosas meninges nos iban confirmando una vez más cuán cierta era la sentencia de que en las distancias cortas es donde uno se la juega.   

Salir a la pizarra suponía además un cambio radical en la perspectiva visual que habitualmente teníamos del aula. Desde allí veíamos a nuestros compañeros no de lado o de espaldas como siempre, sino de frente,  felizmente sentados y aliviados, mirándonos caminar y sabiendo exactamente cómo era el hormigueo que recorría nuestro estómago. La tarima a la que accedíamos, esa peana de autoridad y superioridad, nos colocaba por encima de todos pero a nosotros, pobres reos escolares, nos producía en ese momento un vértigo difícil de explicar. En ella nos sentíamos como atrapados en territorio “enemigo”, sin posibilidad de escape y convencidos de que el único mercedario que nos podía rescatar éramos nosotros mismos.

De nuestro arte en plasmar en la maldita pizarra la solución del problema, la traducción del inextricable idioma, o lo que tuviera a bien decidir el dueño del castillo, dependía que descendiéramos de allí con el rabo entre las piernas o respirando a pleno pulmón de regreso a nuestro asiento exultantes de éxito, mientras palmeábamos las manos para quitarnos los restos de aquellas tizas cuadradas que siempre se rompían entre nuestros dedos al apretarlas contra lo que los más cursis llamaban, tal vez para ocultar su escalofriante sonoridad original, el encerado. ¿Seríamos capaces de no temblar y demostrar nuestro temple? ¿Aguantaríamos la mirada torva e inquisitiva del profe o el ceño fruncido de la profe sentados en su silla judicial? ¿Sabríamos, en definitiva, estar a la altura y salir airosos de la prueba?

Salir a la pizarra es una metáfora de la necesidad que todo adolescente tiene de autoafirmarse socialmente ofreciendo muestras de su singularidad, es decir, de aquello que piensa y sabe hacer y que va a dar fe pública de su estilo inconfundible. Su familia, los compañeros de clase, los amigos, los profesores y todo aquel con quien se relacione son el escenario ante el que deberá a actuar para presentar su nueva personalidad independiente. Ahora bien, para que lo reconozcan como quiere ser considerado a partir de ahora, para que todos lo vean como alguien relevante y valioso pese a su juventud, será preciso que aporte pruebas válidas, señales evidentes que resultan imprescindibles para  ser respetado y tenido en cuenta.

No siempre les resulta sencillo a nuestros alumnos escribir en la pizarra, es decir, actuar como la situación requiere o estar a la altura de la propia imagen que quieren dar de sí mismos, y eso se debe a que ahora ya no cuentan con un libro de texto ni unos apuntes con las respuestas escritas de antemano, ni tampoco hay una página de internet a la que recurrir justo antes de subirse a la tarima de las situaciones en las que deben demostrar que son capaces de responder con éxito y acierto. Esta tensión entre el deseo de presentarse en sociedad con los nuevos ropajes de autonomía e independencia y la normal impericia y torpeza de quien se está estrenando en los inéditos lances de comportarse sin un guion escrito suele resolverse actuando desde algún punto entre estos dos extremos: el alejamiento y la reclusión en uno mismo, carcomido por el temor a mostrar quién es, y el decir y hacer cualquier cosa sin ton ni son confundiendo el ruido con la autenticidad. 

Una forma de promover que los alumnos adolescentes le pierdan el miedo a “salir a la pizarra” para dar cuenta de su singularidad en su vida cotidiana es darles facilidades para que expresen sus ideas y tengan que fundamentar sus puntos de vista. Pedirles que expongan y razonen sus opiniones, plantearles preguntas abiertas, suscitar controversias, organizar debates, impulsar investigaciones, fomentar la enunciación de dudas, propulsar exposiciones individuales acerca de un tema delante del resto de la clase, etc., son procedimientos que los profesores podemos utilizar para ayudarlos a que se acostumbren a manifestar con soltura cómo piensan y sienten. Ahora ya no les estamos pidiendo que den  “la lección en la pizarra” sino que les invitamos a que se esmeren en pensar, investigar y aumentar su campo de expansión personal. Es un complemento educativo muy sugestivo y puede significar un empujón muy valioso en su presentación ante el mundo, recalcándoles que siempre podrán demostrar ante los demás lo que son y valen si se acostumbran a ser rigurosos en su forma de pensar y de actuar, porque ese esfuerzo es el que les ayudará a acertar en sus propósitos y acercarse a esa excelencia en su personalidad que tanto anhelan.