16 abril, 2014

Lo mejor es enemigo de lo bueno, es lo que me decían de pequeño para que no me durmiera en los laureles y pasara a engrosar el rebaño de los conformistas, los flojos, los apáticos y los calzonazos. Plus ultra!, me repetían una y otra vez a mí y a todos mis compañeros en los campamentos de verano, mientras nos machacaban con marchas de interminables kilómetros (contado siempre, eso sí,  con nuestra más absoluta aquiescencia). Desde muy pequeño intentaban convencernos de que per aspera ad astra, por las dificultades hacia las estrellas. Como nos recordaban sin parar los variados educadores de la época, así es como se tenía que construir una personalidad rocosa, es decir, firme como las rocas, resistente como ellas a las inclemencias de la vida y poderosa para avanzar en la dirección de todos los retos y objetivos. No éramos más que unos críos que sólo queríamos jugar y resulta que ya estaban dándonos pautas de lo que debería ser nuestro guión de vida acerca de eso que ahora llaman, usando un horrible anglicismo importado, “empoderamiento” de la personalidad. Por cierto, ¿qué es un guión de vida? Los psicólogos lo definen como un plan de vida formado en la primera infancia bajo la presión parental, y que después continúa en vigor impulsando a la persona hacia su destino (E.Berne). Eso quiere decir que los mensajes y pautas que han marcado nuestra primera educación, cuando cristalizan en nosotros dándonos una idea acerca de nosotros mismos, como si de un troquel se tratase, nos trazan un estilo personal que nos va a dictar de qué modo debemos comportarnos en nuestra vida. De acuerdo, todos debemos recibir pautas adecuadas de educación, pero sucede que si esas pautas son de una exigencia total (“sed perfectos… ¡sin interrupción!”) entonces pueden producir una tensión nociva y constante, a veces muy dolorosa, entre lo que somos y lo que queremos ser.

Algunos expertos dicen que educar es “frustrar inteligentemente”, lo que no es sinónimo de “hacer la puñeta” al educando llevándole la contraria porque sí y fastidiándole para que las pase canutas, al estilo de los niños espartanos. A la inmadurez de los menores, impelida por el principio de placer, hay que nutrirla de pautas de funcionamiento para que se vayan manejando en la vida, y esos mensajes se ocupan de una multitud enorme de aspectos: la conducta social, el concepto y manejo de las emociones, lo que se considera bueno o reprobable, lo que  corresponde hacer con el uso del tiempo, los objetivos que hay que acometer, el conocimiento de uno mismo, la incorporación de conocimientos, la resolución de problemas, etc. De un modo paulatino todo niño y adolescente tiene que ir tomando, de forma  consciente o inconsciente, una decisión adaptativa a esos mensajes, aceptándolos como valiosos y necesarios, porque si no lo hace (por ejemplo, gritando, moviéndose cuando le dicen que se esté quieto, demostrando  excesiva alegría o tristeza, haciendo chiquillerías cuando le han dicho que “ya no eres un niño” o equivocándose cuando le han exigido que lo haga bien, desobedeciendo las normas, oponiéndose por sistema, etc.), va a verse corregido, rechazado o castigado por sus educadores. Así que lo mejor que un infante y un adolescente pueden hacer –por la cuenta que les trae…- es integrar todos esos modelos internos de pensar y sentir, esas pautas que le están llegando de sus seres queridos y protectores, y comenzar cuanto antes a comportarse en consecuencia, porque sólo así es como su nido social familiar lo acogerá como un buen hijo y, más tarde, como un buen alumno.

Pero sucede que pese a la aparente sumisión del infante y del adolescente a las pautas y los sentimientos permitidos que le han sido marcados, a veces buscan una válvula de escape y dan salida por otro camino a los deseos y sentimientos genuinos que siguen latiendo en su interior. ¿Por qué sucede esto? Pues porque no se puede ser sublime sin interrupción y de ahí que, si se le ha exigido que sea demasiado perfecto con arreglo a unas pautas determinadas, o se le han propuesto unas pautas equivocadas, puedan aparecer reacciones imperfectas de ansiedad, depresión o violencia. ¡Caramba, pero qué le está pasando a este chaval! Muy sencillo, si se le ha impuesto un guión de vida con pautas que restringen mucho su autenticidad, son contradictorias o se le han impartido con excesiva rigidez y sin darle tiempo a que las asimile de una forma flexible, se está sembrando esa tensión perniciosa de la que hablaba antes y que suele estar en la base de muchos de los conflictos que se pueden ver en los adolescentes problemáticos que tenemos en clase.

El impulso de ser mejor, de conseguir logros significativos, es un mensaje que los padres y profesores debemos transmitir, pero con cuidado de no caer en algunos errores de transmisión de los que no nos percatamos, entre otras razones porque los adultos también actuamos en gran medida según el guión de vida que nos trazaron nuestros mayores. Algunos de esos errores que señalan guiones negativos para los adolescentes son, por ejemplo, las atribuciones rígidas referidas a los modos de ser y la causa de las cosas. No hay arma que produzca más daño en el proceso de educar que asignarle a un alumno un predicado negativo o adverso (“eres… vago, malo, imposible, irrecuperable, inútil, tonto, pesado, inaguantable, etc.”), cuando lo que en puridad corresponde hacer es frenar y corregir la conducta de molicie, de maldad o de equivocación que el alumno esté cometiendo. De lo contrario esas atribuciones rígidas, que tratan de petrificar negativamente lo que es el alumno, pueden hundirlo o despertar en él una actitud de oposición y rencor. Y lo mismo puede ocurrir cuando estrechamos tanto nuestra visión de las causas de las cosas que sólo queda espacio para una sola interpretación, sin matices, impidiéndoles que ellos indaguen también cómo entender lo que sucede y desanimándoles a que busquen nuevas soluciones adaptativas válidas.

El afán de que nuestros alumnos se esmeren lo más posible en el estudio y en su maduración personal, que aspiren a lo mejor, es un objetivo irrenunciable para nosotros los profesores. Pero para que ese mandato de perfección sea asumido por ellos con alegría y sin tensiones desgarradoras, necesita ser transmitido día a día con permisos positivos que les inciten a crecer y expandirse (“estás bien, me gusta que seas como eres, puedes pensar por ti mismo, puedes aprender, puedes equivocarte y sacar conclusiones de mejora, está bien que tengas tu edad, está bien que quieras ser sobresaliente, te aprecio y puedes confiar en mí, etc.”). Con este tipo de aportes los alumnos pueden ir adaptando más certeramente su guión de vida a un momento vital en el que han de manejarse con progresiva independencia, manteniendo así en niveles viables esa saludable e inevitable tensión hacia la excelencia.