23 junio, 2014

Si uno oye esa expresión del encabezamiento, en un tono más o menos desafiante o incrédulo, es que tiene delante a un adolescente en plena cruzada o crisis, como se prefiera llamarlo, de rebeldía. Ahora bien, si suprimimos lo de “y eso…”, entonces quien nos habla es un niño que se está abriendo al mundo y quiere entenderlo todo. En el caso del adolescente ya no se trataría de un deseo de descubrir el mundo, sino más bien de cuestionar las indicaciones y explicaciones que ha recibido hasta ese momento por parte de sus educadores de cómo debe funcionar él en ese mundo, unos argumentos que ahora empiezan a dejarle insatisfecho. El edificio consistente en el que confiaba hasta entonces se está derrumbando empujado por los cambios de la pubertad, amparado por la complicidad de sus compañeros y espoleado por el influjo poderoso de un entorno descreído, y comienza a querer que de nuevo lo convenzan de todo con razones que sean capaces de superar la prueba de sus nuevos filtros cognitivos y emocionales. Y si no lo consiguen, ya se encargará de ir por ahí a ver si encuentra a otros que estén tan a la contra como él, a gurús de todo a cien, o si no también le sirve cualquier cosa con tal de que satisfaga su impaciente necesidad de recolocar el sentido de todo.

Pero no se trata sólo de una cuestión de rebeldía frente a la tradición y a la autoridad lo que explica este encaramiento de respuestas que hacen los adolescentes, sino que hay también un irrefrenable deseo de verdad, sentido y maravillas, un afán vehemente de hallar luces nuevas y atractivas que iluminen, de acuerdo a su crecimiento pujante, todo lo que la vida es y puede ofrecerlos para dejar de ser incompletos. Y aunque ese deseo sea caótico y les surja como a borbotones de un interior revuelto y efervescente, exige ser satisfecho sin demora, con urgencia. Sienten que comienzan a ser ya otra persona, empiezan a pensar de una manera nueva y antes de dar por sentado nada se empeñan en revisar sus convicciones para darle un nuevo cariz a su manera de incorporar las pautas que rigen el mundo en general, la explicación de ellos mismos  y, cómo no, la forma de relacionarse con nosotros, los adultos ocupados de su educación. Por eso si pasamos su prueba, si nosotros y nuestras respuestas son coherentes seguiremos siendo, con sus idas y venidas, sus adultos de referencia, y evitaremos así que puedan verse arrastrados por el tsunami existencial de esa atmósfera posmoderna que está demostrando cada día más ser capaz de llevarse por delante los pilares más consistentes en los que se sustentan las personas.  

¿Sobre qué suelen pedir explicaciones retadoras los adolescentes? Sobre todo, pero en especial sobre sus obligaciones. Las pautas de comportamiento son asaeteadas sin piedad (“por qué tengo que hacer así las cosas, por qué tengo que estudiar si no quiero, por qué tengo que hacer los ejercicios, por qué tengo que volver a casa cuando tú lo digas, por qué tengo que ir yo al mercado, por qué tengo que bajar la bolsa de la basura, por qué tengo que hacer lo que no me gusta, etc.”). A eso se añaden las preguntas acerca del porqué de las prohibiciones (“por qué no me dejas ir por mi cuenta a esa fiesta nocturna, por qué no me puedo hacer un tatuaje y ponerme un piercing, por qué no puedo ponerme los cascos de música en clase si me estoy aburriendo, por qué no puedo meterle una torta a ese compañero si es bobo, por qué no puedo montar en la bici de noche, por qué no puedo meterme en esas páginas de internet, por qué no me dejáis que me vista como me dé la gana, por qué no me puedo acostar a la hora que yo quiera, por qué no puedo usar el móvil en clase, por qué no puedo adelgazar lo que me apetezca, etc.”).

Es agotador tener que explicar una y otra vez lo que está más que claro por evidente, conveniente o saludable, pero no queda otra. Sin embargo las preguntas que nos hacen resultan por otro lado muy útiles para diagnosticar por dónde van sus dudas, vacilaciones, debilidades, aspiraciones y conjeturas. Eso nos ayudará a responderles con absoluta claridad de acuerdo a cómo veamos su situación, pero con brevedad y sin sermones, permaneciendo firmes en el mantenimiento de las normas y los valores que las sustentan. Si ven que nos contradecimos o perciben que nos achantamos ante su insistencia u oposición, entenderán que lo que les hemos planteado como criterios de pensamiento y acción para esta etapa de su vida no vale por sí mismo o que no posee la suficiente consistencia.

De ahí que sea tan importante, siempre que sea posible, tratar de dialogar al respecto para entrar con calma en el fondo de lo que cuestionan y ponen en entredicho. Sin desesperar, aunque pese a nuestra respuesta digan después que no lo ven claro, que no lo aceptan o que somos anticuados e injustos. Su rechazo, como ya sabemos, es una manera de afirmarse frente a la dependencia que han tenido respecto a nosotros, pero lo cierto es que seguimos siendo lo único sólido y verdaderamente fiable a lo que pueden mirar. Si por el contrario caemos en la tentación de convertirnos en “colegas adolescentes”, desertando de nuestro papel de educadores sólidos con criterios estables, sólo tendrán arenas movedizas bajo sus pies. Las pautas que les damos serán para ellos todo lo incómodas que se quiera, pero si son coherentes y adaptadas a lo que verdaderamente necesitan para desarrollarse en armonía, son lo que les evitará caer en el desconcierto o en el caos.

Nuestros criterios educativos no son caprichosos, y aunque no les resulten cómodos ni fáciles en esta etapa de su vida adolescente en la que tienden a poner casi todo en solfa y buscan campar a su aire, responden a un planteamiento que previene el desorden, los errores y el desamparo. Sus porqués merecen respuesta, pero respuestas que consoliden la vigencia de los valores que tratamos de inocularles para que sepan gestionar su vida sin zozobras innecesarias.