26 mayo, 2014

Conservo un amigo especial e insólito desde mi más tierna infancia. Es un personaje fuera de lo común, repleto de carreras universitarias y de saberes. Entre sus múltiples tareas profesionales se ha dedicado con gran éxito durante años a dar cursos en Escuelas de padres, y lo primero que les plantea en la primera sesión que tiene con ellos es que le respondan a esta pregunta: “¿para qué habéis tenido a vuestros hijos?”. Qué pregunta más elemental. Dicha así, de sopetón, parece una pregunta-trampa en una cuestión tan obvia. Las respuestas que suele obtener siempre van en direcciones muy similares (“para quererles”, “para que sean felices”, “para ser felices siendo padres”, etc.). Cuando han concluido de expresar por qué decidieron ser padres, mi amigo les propone que incorporen un nuevo aspecto en su cometido paterno, con la intención de que lo vean como un denominador común de las sesiones del curso de padres que van a emprender. Eso sí, seguro que les resultará un planteamiento en apariencia chocante, y más aún si se le compara con las amorosas aportaciones que acaban de enumerar, pero es un enfoque estratégico que ofrece un horizonte de acción que facilitará su tarea educativa práctica cotidiana. Por extensión, también la de todos quienes se vayan a ocupar de la educación de menores. Lo que mi amigo les plantea es lo siguiente: “se tienen hijos para enseñarles con todo el cuidado, el acierto y el amor posibles, cómo deben manejarse para que se vayan de casa a vivir su vida”.

¡Uf! La primera reacción de los papás, y no digamos de las mamás, siempre es de sorpresa y de susto: “¿que nuestros hijitos se vayan de nuestro lado?, ¡qué barbaridad, es casi como si quisiéramos echarlos de casa o abandonarlos, como si molestasen!”. Nada de eso, claro que no se trata de echar a nadie a la calle sino de poner el foco de la educación en hacer que los niños, y luego los adolescentes, reciban  la formación y el apoyo necesarios para saber ser cada día más autónomos y más independientes, y que así puedan emanciparse con mayor seguridad y confianza en sí mismos. Es decir, enseñarles en un proceso paulatino a que adquieran destrezas personales de maduración, cuyo aprendizaje debe culminar en su emancipación, en la salida del hogar familiar para hacer una vida de adulto e independiente de los padres. (Para una visión amplia de la emancipación os remitimos al interesante estudio Jóvenes y emancipación en España. FAD, 2012).

¿En qué consiste el éxito final del proceso de emancipación de los jóvenes? Dejando de lado los factores externos sobrevenidos y ajenos a la responsabilidad personal que lo frustren (crisis económicas con pérdida del trabajo, etc.), ese éxito va a provenir de su capacidad personal para afrontar las dificultades de la vida. Por eso difícilmente un joven que no haya ido adquiriendo durante su infancia y adolescencia las fortalezas necesarias que sostienen la percepción cierta de autonomía podrá emanciparse sin fracasar. El bagaje individual con el que debe contar para ser verdaderamente autónomo comprende los factores de responsabilidad, capacidad de tomar decisiones acertadas, estabilidad emocional, identidad y autoestima, percepción de eficacia y capacidad para afrontar lo adverso. Ahora bien, para que todo ello se vaya depositando y sedimentando en el niño y en el adolescente va a hacer falta no rebajarles las ocasiones en que se les presenten pegas y dificultades, llevados por ese amoroso empeño de quererles tanto, tanto… que se acabe por tener como lema de los padres, y de algunos educadores, el “que no pasen lo que hemos pasado nosotros, sus mayores”.

A veces esta pedagogía de lo fácil, sencillo y divertido es en realidad una pedagogía de la papilla. Mi dentista me cuenta que en su consulta tiene que advertir con frecuencia a los padres que les den a sus hijos ya creciditos alimentos que les obliguen… ¡a masticar! Esa tendencia de que todo les resulte accesible al precio que sea consiste en evitarles lo complicado, lo doloroso y lo difícil. Por eso no es de extrañar que se les oculte a los niños, por ejemplo, la existencia de la muerte y que no se les lleve a los entierros de los familiares “para que no sufran” (!). A los menores niños y adolescentes con frecuencia se les trata de llevar por la vida como por un gran centro comercial en el que todo es de colores y luces de neón, con ese sentimiento de culpabilidad oculto de los adultos de que se los quiere más cuando se los aleja de las frustraciones y sufrimientos naturales de la vida.

No obstante, a la hora de educar, el cariño no debe estar reñido con el realismo más natural y de ahí que sea imprescindible explicarles que en la vida es preciso combinar la ternura con la reciedumbre, la amabilidad con la firmeza, el descanso con la energía vigorosa, la condescendencia con la oposición asertiva y el fracaso y la frustración con la recuperación tras la caída. ¿Por qué esta mezcla? Muy sencillo,  para que nuestros alumnos lleguen a ser buena gente, pero no ñoños ni blandos, para que su autonomía sea una mixtura armónica de serenidad y resistencia a los desaires, de eficacia en el desempeño de sus obligaciones y de reconocimiento de sus limitaciones y el afán de superarlas en lo posible.   

Eso de que se las vayan apañando solos puede encajar sin problemas en el estilo negociador que hoy predomina en la educación. ¿Cómo se lleva a cabo? El profesor y los padres proponen lo que el alumno y los hijos han de hacer, los animan a que lo hagan bajo la tutela de su autoridad, y a medida que ellos vayan necesitando y pidiendo mayores márgenes de independencia y autonomía hay que ir dándoselos, pero haciendo que ellos se las arreglen solos con sus  capacidades, que tiren del carro por sus propios medios. Es un estilo de educación que no  hay que escamotearles: que se pongan a sí mismos a prueba y calibren cuán autónomos van siendo. Los pequeños descalabros, los fracasos y meteduras de pata les darán grandes y valiosas informaciones sobre ellos mismos, y dosificarán así las solicitudes de consejo, ayuda o consuelo que nosotros les podamos dar. Así pues rebajar por nuestra parte el control de sus dificultades para que las afronten por sí mismos es proporcionarles una progresiva auto-regulación en toda regla en ese lento proceso de años hacia su emancipación final, en la que decidirán independizarse con una verdadera y sana percepción de autoeficacia vital.

Como decía mi amigo los padres, y nosotros los profesores, debemos enseñarles a arreglárselas por su cuenta porque es la única manera de garantizar que se puedan ir de casa a vivir bien su propia vida, y para conseguirlo las pistas y claves que les demos deben por tanto dejar un espacio a la incertidumbre y lo difícil para que ellos lo completen con su ingenio y su esfuerzo. Que se pongan a prueba a su aire es prepararles para que echen mano de sus recursos más personales, los que les hacen saberse auténticos. Si fracasan sacarán lecciones de su derrota, y si tienen éxito sabrán que pueden lanzarse con más ganas por el siguiente reto. De eso se trata, de que nuestros alumnos se las vayan apañando, que no dependan todo el tiempo y para todo de sus educadores. Sólo así sentirán el peso exigente y gratificante de la propia responsabilidad.