13 mayo, 2013

Nunca resulta suficiente el tiempo del que disponemos y todos queremos tener más tiempo. Pero a veces los minutos, las horas y los días nos caen encima como una losa, y el tiempo se alarga y se nos hace interminable. Cuando realizamos una actividad interesante (por ejemplo una conversación animada), el tiempo se nos pasa como una exhalación, pero si tenemos que soportar algo que nos disgusta o hacer algo contra nuestra voluntad (por ej., esperar la llegada del autobús, hacer cola en la tienda de la compra o estar en silencio en clase), cada segundo de ese tiempo es como una agonía insoportable. Pero el verdadero problema no es la falta de tiempo o la aparente abundancia de ese mismo tiempo, sino el uso que hacemos del mismo. El asunto no es una cosa de críos. Para algunos de nuestros alumnos la estancia un día tras otro en el aula, semana tras semana, trimestre tras trimestre, consiste en convertir ese período de su vida en una especie de tiempo de supervivencia. Esa manera de vivir el tiempo consiste en levantarse cada mañana, salir de casa, entrar en clase, escuchar a un profesor, y a otro y a otro… y así hasta la extenuación. De ahí que quienes ven de esta manera las cosas se organicen  para sobrevivir y “buscarse la vida”.

¿Qué les pasa a quienes viven de este modo su tiempo escolar? Pues que sólo les alcanza para llegar a la noche con la sensación de que han estado de aquí para allá, mareando la perdiz en las “cosas tediosas” que tienen que aprender en clase, buscando para compensar algo distinto con lo que entretenerse y, en ocasiones, organizando sucesos poco recomendables (gamberradas, grupos de presión, enfrentamientos, etc.). Y así todos los días. Hay otros alumnos que piensan de la siguiente manera: “me obligan a venir a clase, así que sólo voy a hacer lo que me resulte fácil, cómodo y agradable”. Estos adolescentes no saben programar ni dar sentido a su tiempo y en realidad con su actitud a la contra… se aburren mortalmente (aunque presuman de que lo suyo sí que es vida y que los demás son unos pringados). Prefieren dejarse llevar por la desidia, por la vagancia y, cuando se acuestan, si fueran sinceros, seguramente deberían reconocer que maldicen el día tan aburrido que se han fabricado echando balones fuera. En una palabra, malgastan su tiempo, malgastan su vida y no paran de quejarse.

Desde luego eso no es vida. El alumno que se toma así la jornada en clase desperdicia las ocasiones educativas, y el período pasado entre la comunidad escolar le es ajeno por indiferencia o rechazo frontal. Cuando en la adolescencia la vivencia del tiempo es así de fastidiosa se cercena y se daña muy seriamente el aspecto primordial de aprender a hacer que el tiempo tenga un verdadero sentido para una persona. Ese tiempo contrariado deja siempre una llaga que puede inhabilitar al adolescente para aceptar que la formación académica y humana que se le da en el medio escolar es importante y esencial para su vida.

El dinero se puede ahorrar o pedir prestado. En cambio el tiempo es algo que todos tenemos por igual al levantarnos cada día y sólo nos cabe usarlo lo mejor posible antes de que desaparezca. El tiempo es imprescindible para hacer cualquier cosa, es insustituible, fluye y desaparece a un ritmo fijo y no se puede estirar más de lo que es. El alumno adolescente que tira el tiempo alegando que es que él o ella no decidieron tener que ir a estudiar, lo que está tirando es un trozo esencial de su vida, añadiendo de forma voluntaria una contrariedad más, y de qué tamaño, a la que ya cree tener encima. De acuerdo, tener que estar en el aula y estudiar condiciona la absoluta libertad de movimientos y el poder hacer en cada momento lo que a uno le dé la gana, pero eso puede cambiar siempre que se ponga en funcionamiento la capacidad de usar ese tiempo de aprendizaje de manera que signifique algo importante. clock

Hay que repetirlo una vez más: el tiempo es lo único que nos queda, nuestro capital más esencial. Lo que hacemos con él nos marca y nos hace ser iguales a los demás o completamente distintos, únicos e irrepetibles. La única manera de que cada día tenga un sabor especial es hacerse cada uno un plan personal del tiempo. ¿Para qué hacer ese plan? Para prevenir la fragmentación del tiempo y la mera sucesión de acontecimientos carente de búsqueda de lo que uno precisa y quiere ser, para evitar la disgregación de la identidad que provocan la rapidez, la inmediatez y el bombardeo de estímulos impuestos y tan al alcance de los adolescentes. Esa orientación para que inicien un plan personal pretende en esencia hacer un primer encarrilamiento hacia una definición de lo que quieren ser, sin limitarse a que sea una simple ordenación horaria; hay que comenzar por ella, pero han de ir cogiendo carrerilla hacia la propia organización de su proyecto vital.

¿Cómo se hace ese plan? Es relativamente sencillo. Se trata en primer lugar de que distribuyan el tiempo en grandes bloques, convenciéndose de que en cada uno de ellos es necesario colocar objetivos y propósitos personales y valiosos, metas y retos con significado propio que le sirvan a cada uno en particular. Eso supone, claro está, un cierto esfuerzo, porque una parte de ese tiempo sí es de libre disposición, pero hay otra parte que viene predeterminada (trabajo, estudio, etc.), por lo cual, para que a un alumno nuestro el tiempo escolar no le recuerde el sabor de una condena debería, por ejemplo, hacer una reflexión como la siguiente para transformarlo en algo con cierto (¡o mucho!) sentido para él: “ya que voy a estar tanto tiempo en las aulas, voy a ver si consigo aprender algo a lo que tengo que buscarle valor y utilidad, bien sea por mi cuenta o con el apoyo de los profesores…”. Esto puede parecer algo ingenuo o todo lo contrario, pero es una opción viable.

Este aleccionamiento a los alumnos con la intención de que se apasionen con la posibilidad que tienen de darle sentido y sabor al tiempo del que disponen, no ha de quedarse sólo en lo académico. Cada alumno ha de centrarse en escoger aquello que sabe que le proporcionará una ganancia interesante, han de fijarse objetivos que abran la puerta a intereses de conocimiento y excelencia, haciendo una distribución de cada día en la que le dediquen un tiempo predeterminado a ocuparse de la parte que le corresponda a esos objetivos (ejemplos de bloques temporales: un tiempo fijo para estudiar, momentos para hacer deporte, leer y divertirse, ocasiones especiales para compartir con amigos y familiares, etc.), en coherencia con lo que de fondo aspiran alcanzar.

Disciplinarse en el uso del tiempo es darle estructura al interior, organizar prioridades, extraer conclusiones de valor a lo que cada uno hace, porque lo mejor de esa forma de organizarlo es que el adolescente va percibiendo que, aunque algunas horas de su día estén impuestas, eso no le va a impedir que sea dueño real del tiempo en su vida, y se acostará cada día con la sensación estupenda de que ha hecho lo que quería hacer, de que es capaz de sacarle el jugo imprescindible a cada minuto de su existencia y de que no se está hundiendo en la miseria de quienes se desesperan por no querer coger con fuerza el timón de las cosas valiosas que le dan color a la vida.

Todo esto solamente lo llega a apreciar quien lo lleva de verdad a cabo, pero ciertamente es la mejor manera de quererse a uno mismo y de esquivar el tedio. Con el tiempo organizado, sin aceleraciones ni prisas, la auto-estima comienza a subir como la espuma y el tiempo de supervivencia pasa a ser sustituido por el tiempo de satisfacción, con momentos más fáciles y otros más complicados, de realización personal. El éxito y la felicidad se logran sólo cuando se ve que, gracias a haber hecho un buen plan personal del tiempo, se pueden alcanzar los fines personales e íntimos que se buscaban. Sólo es cuestión de ponerse a ello y dedicarle, cómo no, tiempo…