10 enero, 2016

Desde que empecé como docente, el 87, he intentado que, en aquellos momentos de iniciación, aprender mucho de los compañeros más avezados. Hoy lo sigo haciendo. A la vez, siempre estaba observando-me para ser consecuente entre el decir y el hacer. Muchas fueron las veces que apreciaba incoherencias y falta de sentido común en las escuelas, en las decisiones y en las prácticas, que se suponía que eran en beneficio del alumnado. Hoy también lo sigo notando.

Uno de los principios básicos en educación es atender a las necesidades e intereses de los niños/as, y digo yo: ¿será interesante, a los tres años, aprender la vida y obra de Kandisky, Picasso, o Mozart? Puede que a esta edad esté más próximo a sus necesidades el desapego que debe superar al comenzar el cole, o quizás afianzar el control de esfínteres, o aprender a escuchar a sus veintitantos compañeros de clase y a su maestra o, tal vez, aprender a compartir materiales y juguetes.

Sé que los contenidos, objetivos…vienen «marcados» por un primer lineamiento curricular, pero ¿no tenemos los docentes el suficiente criterio para hacer una criba en base a los intereses mencionados, atendiendo principalmente a su evolución psicológica, cognitiva, emocional, social y motriz?

Se habla cada vez más de una escuela que sea inclusiva, y nos encontramos con noticias penosas sobre centros escolares que expulsan niños y niñas con necesidades educativas especiales por motivos varios o familias que se ven obligadas a cambiar de centro por sentir discriminación hacia su hijo/a. Y ni que hablar de los recortes de personal, dejando así de atender a estos niños que deben recibir atención y apoyo especializado. Esta es la incoherencia de las leyes y propuestas políticas educativas.

Apostamos por que los alumnos/as desarrollen el gusto por la literatura y lo que único que se hace es imponer lecturas obligatorias sin apenas dar opción a las preferencias. Surgen nuevos términos como la de que estos niños y niñas son «nativos digitales” y en muchas escuelas aún no tienen ni ordenador y mucho menos una pizarra digital y, las que sí disponen de estos medios, no se aprovechan, llegando incluso a utilizar las PDI para colgar pósters, mapas, o dibujos. ¿Y pedimos más tecnología en el aula? ¿Más cursos de PDI? Inexplicable.

Impulsamos una  escuela sin libros de textos, pero cuando haces una visita a la web de los centros al inicio del curso, te encuentras una extensa y detallada lista de libros con ISBN, porque los del curso anterior ya no sirven. ¿No sería mejor tener una biblioteca en el centro con libros que nos ayudasen en nuestros proyectos, que fueran una herramienta más de trabajo, y no la «única»? Queremos que el alumnado sea crítico, desarrolle su pensamiento, reflexione sobre valores tan importantes como la libertad, la igualdad, los derechos, la paz, etc.  y las leyes de turno quitan Filosofía de la escuela. Incoherencia.

Como no me gusta que la educación tenga un «sentido catastrófico», prefiero quedarme con las coherencias, el buen hacer y, sobre todo, el buen sentir de muchos docentes, aunque son menos de los que personalmente quisiera. Si sigo reflexionando sobre las incoherencias, seguro que encontraría muchas más. Pero prefiero detenerme y pensar que, aunque sea un atisbo, se está promoviendo un cambio, tal vez es lento, pero que nos compromete porque somos nosotros, los docentes, los que tenemos en nuestras manos un gran compromiso con la sociedad. Si los alumnos son educados en valores desde el seno familiar, luego este trabajo debería ser ratificado por la escuela, la cual se encuentra inmersa en la comunidad. Y si resulta que estos alumnos y alumnas, cuando adultos se convierten en padres, se sumarían a la educación en valores, y multiplicarían las personas que la comparten y buscan ese pensamiento reflexivo, ese buen hacer y ser, que se transmitirá de generación en generación y que hará que consigamos construir una sociedad mejor.

Porque, al final, de lo que se trata es de educar para construir redes, lazos afectivos, vínculos, relaciones sólidas en un mundo que por momentos parece tan incoherente, tan «sinsentido». De esta manera, construiríamos un sistema educativo que goce de  buena salud, que abandone las sombras, que sea flexible, que no se mencione solo cuando hay elecciones, que esté siempre presente para mejorar. Pero este sistema que parece que es el de otros, resulta que es el que formamos todos: familias, docentes, alumnado, vecinos, políticos, ayuntamientos. Cuando todos trabajemos unidos, entonces sí podremos hablar de una escuela que integra y, seguramente, ningún niño, niña o joven olvidará su paso por ella.

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