16 abril, 2017

Manners makyth man. Los modales hacen al hombre, las maneras hacen al ser humano, la educación hace a la persona, al tiempo que nos salva de caer en el salvajismo y en el estiércol de la maldad. Además, esta consigna supone toda una declaración social: no es el nacimiento, dinero o propiedades los factores que definen a una persona, sino su comportamiento con los demás.

 

Estas tres palabras, escritas en inglés arcaico, son el lema del New College de la Universidad de Oxford, creado por William of Wykeham (Obispo de Winchester) en 1379. Este eslogan es una reminiscencia de la visión de la Ética a Nicómaco, de Aristóteles (siglo IV a.C.): un hombre o una mujer es lo que él o ella hace y, por tanto, somos lo que hacemos. La virtud nos lleva a la felicidad y esa es la base de la ética, de nuestra vida. La virtud necesita hábitos y la felicidad requiere actividad.

 

Son dignos de mención unos detalles respecto al Manners makyth man. Por una parte, en 1379 supuso un acto revolucionario el hecho de evitar el latín, la lengua predominante del momento, y acercarse a los estudiantes y profesores en inglés; algo así como hoy utilizar léxico propio de la lengua vernácula y rehuir el inglés global e imperante. El mundo al revés. Por otra parte, este lema forma parte del escudo del centro educativo y se encuentra en la decoración de todo el edificio, incluida la puerta de acceso a los jardines y zonas de “recreo”, por aquello de dirigirse directamente al alumnado y recordar (constantemente) que la virtud hace al ser humano.

 

La presión implícita del lema supone una celebración de la educación, un apremio al comportamiento respetuoso, a la solidaridad, a la personalidad, a la empatía y a disfrutar de ello. Sin embargo, la presión de grupo, el miedo a salirse del rebaño protector, pueden provocar una actitud equivocada ante las cosas y la vida, una virtud negativa. Basta recordar el experimento sobre la conducta humana en el entorno social del psicólogo estadounidense Solomon Asch llevado a cabo en 1951 en un instituto de secundaria. Supuestamente fue a la institución a realizar unas pruebas de visión. Como si fuera un oculista mostraba a un pequeño grupo de alumnos cuatro líneas verticales para preguntarles qué dos eran idénticas. Siete alumnos del grupo eran cómplices del psicólogo y daban varias respuestas incorrectas. Mientras, el octavo estudiante pensaba que el resto participaba en la misma prueba de visión que él. Entonces Asch les pedía que contestasen en voz alta qué dos líneas eran iguales, organizándolo de tal manera que el estudiante que hacía de conejillo de Indias del experimento siempre contestara en último lugar, habiendo escuchado la respuesta de los demás. Este ejercicio se repitió 18 veces por cada uno de los 123 alumnos voluntarios que participaron en el experimento. Todos compararon las mismas cuatro líneas verticales, puestas en distinto orden.

 

Sorprendentemente (o no), cabe mencionar que solo un 25% de los participantes mantuvo su opinión; el restante 75% se dejó influir por el criterio de los demás. Una vez finalizado el experimento, los 123 alumnos voluntarios reconocieron que “distinguían perfectamente qué línea era la correcta, pero que no lo habían dicho en voz alta por miedo a equivocarse, al ridículo o a ser el elemento discordante del grupo”. La conclusión es unánime: estamos mucho más condicionados de lo que creemos. Según Asch, “la conformidad es el proceso por medio del cual los miembros de un grupo social cambian sus pensamientos, decisiones y comportamientos para encajar con la opinión de la mayoría”. Y lo peor de todo, a sabiendas de que la mayoría está equivocada.

 

El miedo patológico a ser el elemento diferente de un grupo, provoca actuar como los demás y evitar quedar mal. Pero no manifestar nuestra opinión o no actuar como quisiéramos ante una injusticia por no diferenciarnos del comportamiento grupal, por no llevar la contraria, nos hace perder nuestra identidad, la posibilidad de brillar con luz propia, dando lugar a problemas sociales y personales.

 

En 1957, cuando le comunicaron la concesión del Premio Nobel de Literatura a Albert Camus, pensó en dos personas. Primero, en su madre y, después, en su maestro en la escuela de Argelia, el señor Germain. Y así le escribió: “el galardón me ofrece la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí y le puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos”. El señor Germain le respondió: “Mi pequeño Albert, (…) si fuera posible abrazaría muy fuerte al gran mocetón en que te has convertido (…). Creo haber respetado, durante toda mi carrera, lo más sagrado que hay en el niño, el derecho a buscar su verdad”. Todos debemos buscar la verdad, ofertarla a nuestros alumnos, evitar la conformidad y la opinión imperante y tener siempre presente el manners makyth man, porque lo que codiciamos nos destruye y lo que admiramos nos construye.

 

Para terminar este paseo por la Inglaterra de 1379, los Estados Unidos de 1951, la Europa de 1957 (Argelia, Francia, Suecia) y por el mundo de todos los tiempos, el nuestro, apliquémonos el siguiente poema.

“Nuestro temor más profundo no es que seamos inadecuados.
Nuestro temor más profundo es que somos enormemente poderosos.
Es nuestra luz, y no nuestra oscuridad, la que nos atemoriza.
Nos preguntamos, ¿quién soy yo para ser brillante, magnífico, talentoso y fabuloso?
De hecho, ¿quién eres para no serlo? Eres un hijo de Dios.
Infravalorándote no ayudas al mundo.
No hay nada de instructivo en encogerse para que otras personas no se sientan inseguras cerca de ti.

Estamos predestinados a brillar, como los niños lo hacen.
Esta grandeza de espíritu no se encuentra solo en algunos de nosotros; está en todos.

Y cuando dejamos que nuestra luz brille, inconscientemente permitimos que otros hagan lo mismo.
Al liberarnos de nuestros propios miedos, automáticamente nuestra presencia libera a otros”.

Marianne Williamson (Estados Unidos, 1952)

Williamson, Marianne (1993): Volver al amor. Reflexiones sobre los principios de un curso de milagros, Barcelona: Editorial Urano.