10 noviembre, 2015

Los libros de autoayuda, esa especie de subgénero literario que reparte respuestas simples a situaciones y problemas complejos, están últimamente proliferando como las setas. Son los nuevos catecismos laicos de las innumerables almas náufragas de nuestros días, unas rosas de los vientos para hallar consuelo ante los sinsabores más variados y aliviar la tristeza, la soledad, la depresión o la falta de belleza física y de riqueza y así conseguir nada menos que el éxito. De entre todos ellos destacan de un modo muy especial los que aspiran a ser el asidero al que esos espíritus penitentes y ayunos de bienestar espiritual se agarran para alcanzar, como sea y antes de que sea ya demasiado tarde, la felicidad.

“Ser feliz” se ha convertido en el ideal máximo. Es a un tiempo un reto y algo así como un nuevo mandamiento absoluto de la ley de Dios que ha desbancado al primero de toda la vida. De ahí que si no te esfuerzas en ser feliz sin interrupción no eres nada, y si fracasas en ese pleno al cien de la felicidad, aunque lo hayas intentado, eres un perdedor, un cero a la izquierda, un don nadie. Los libros de autoayuda, contrariamente a lo que se piensa, generan mucha frustración. Sus fórmulas inapelables, que parecen haber funcionado en todos los casos y ejemplos que relatan en sus páginas, rara vez producen el mismo efecto en el lector, que ve cómo ese horizonte de bienestar y plenitud siempre se está alejando de hecho o se convierte en un espejismo. ¿A qué se debe ese fracaso? El fallo reside en que sus consignas, las más de las veces una mezcla de buenas palabras y buenas intenciones salpimentadas de un voluntarismo buenista, no acaban de tener en cuenta los factores contextuales y relacionales de las personas los cuales, probablemente, son más importantes que el propio “tratamiento” para que se produzca el feliz cambio.

Esos libros son algo así como un kit de consejos para ser usado como un botiquín personal, pero lo cierto es que con esos instrumentos y esas vendas no hay manera de practicar la cirugía que se requiere a veces para alcanzar la riqueza, los amigos o la felicidad, o para acabar con la ansiedad, la bulimia o la depresión. Algo parecido ocurre cuando se habla de insuflar ilusión en las personas para que se levanten cada día con renovados deseos de asumir sus tareas y llevarlas a cabo poniendo en ellas toda su energía. La motivación para acometer con ganas las cosas y no perder la esperanza de que ese esfuerzo va a merecer la pena, suceda lo que suceda, es algo íntimo y personal, un motor que se alimenta de las propias convicciones, pero también de los empujes y aportes que recibimos del exterior. Es decir, que la motivación necesita tener de vez en cuando oportunidades de repostar en las áreas de descanso para tomar aliento y, en ocasiones, para sobrevivir sin agostarse, y en ese sentido no estaría de más preguntarnos cómo los educadores de adolescentes podríamos ayudarles con aportaciones valiosas a no perder la ilusión, pero sin caer en las limitaciones y carencias que lastran los métodos de los libros de autoayuda.

Tener ilusión es tener ganas de conseguir cosas, ver algo nuevo en lo que se hace, tener confianza en lograr lo que parece imposible, sentirse capaz de solucionar las tareas, mantener la constancia para superar lo difícil y lo adverso, tener fe en que lo imaginado se hace realidad y no perder esa fe pese a las decepciones. Es una mezcla de alegría, fuerza, perseverancia y confianza en uno mismo que se sustenta en un entramado de emociones que escogen la vertiente favorable de las cosas, de cogniciones que dan razones para elegir proyectos y metas y de actuaciones para ponerse uno mismo a prueba y experimentar en vivo la pasión de la experiencia. Si una persona pone en marcha una ilusión, activa una cadena de comportamientos –qué siento, qué pienso y qué hago– que le acercan a ver cumplida su ilusión. A medida que vaya realizando esas conductas percibirá sus consecuencias positivas durante el proceso de convertir en realidad lo imaginado, y cuando llegue a su término y vea la realidad construida, podrá vivir las consecuencias positivas de su logro.

A simple vista el mecanismo del recorrido de la ilusión parece muy sencillo, pero hay que activarlo y procurar que el motor no se gripe. Como es natural no todos nuestros alumnos van con las mismas revoluciones en el motor de su motivación: unos están muy desganados, otros sólo se movilizan con lo que es divertido, algunos esperan que les sorprendan y luego están los que se apuntan a todo porque su avidez no tiene límites. Ante tanta variedad no basta con limitarse a las consabidas palabras, y sólo palabras, de aliento para tratar de suscitar un cierto emotivismo (“tú puedes”, “nada es imposible”, “prueba a hacerlo y lo conseguirás”, “si quieres, puedes”, etc.), porque a los desganados les resbalan, los que esperan diversión o sorpresa las interpretan como publicidad rancia y desfasada y los que tienen el motor rugiendo se decepcionan porque esperan algo más que un suave y blandito paternalismo de palmaditas en la espalda.

Aumentar la ilusión de los alumnos nos va a exigir, en primer lugar, saber dar con la tecla del mecanismo que conecta con lo que están necesitando, y no tanto con lo que dicen que quieren. En los hambrientos de conocimiento y de pautas de vida, ésos que tienen el motor a toda revolución, coinciden la necesidad y lo que quieren casi al completo, pero en el resto hay que actuar incidiendo en ese recóndito lugar personal en el que conviven las situaciones más apremiantes que les rodean, los envites cuya incitación no admite tibieza para ser respondidos y el desafío a la propia valía de sus capacidades. En definitiva, consiste en tener en cuenta los factores contextuales y relacionales que están actuando en su situación personal, porque cuando lo que se les propone incide, roza o responde a lo que les sucede en esos ámbitos tan íntimos, su interés se despierta y del interés puede pasarse a la ilusión si advierten que los resultados de lo que les hemos invitado a acometer o tener en cuenta tienen consecuencias positivas y con sentido para ellos. Sólo cuando las experimentan dicho resultado se convierte en estímulo potenciador de nuevas ilusiones.

Nadie puede contagiar ilusión si no tiene ilusión. Los alumnos tienen que ver que tenemos ilusión por lo que les proponemos, que tenemos en cuenta lo que les hace falta y que mostramos entusiasmo para que vivan y rentabilicen la vida más intensamente percibiendo con más claridad el presente y anticipando en el presente los proyectos de futuro. El desarrollo de los elementos de la ilusión es lo que les va a permitir proyectar su vida hacia delante. Los adolescentes suelen tener el amor propio muy sensibilizado. Todo lo que suscite ocasiones de preservarlo o aumentarlo es lo que acrecienta en ellos la ilusión. Hay que centrarse en incidir con nuestras propuestas en ese espacio de su intimidad donde anidan las dudas, la extrañeza de vivir, los altibajos emocionales y la perplejidad ante lo inesperado de sus vidas, para que las usen como herramientas con las que ellos pueden aprender a provocar la ilusión y ponerla en marcha cuando quieran.