26 junio, 2015

El chico de la burbuja (1976) era una película protagonizada por John Travolta en la que un chaval que había nacido sin defensas inmunológicas se veía obligado a estar toda su vida en un ambiente libre de gérmenes dentro del espacio estéril de una habitación de plástico instalada en su propia casa. Asistía a clase por medio de una cámara de vídeo y lograba adquirir un extraordinario y precoz desarrollo intelectual. Su aislamiento forzado era la condición necesaria para su supervivencia y sus relaciones con el mundo eran tremendamente limitadas. Los testimonios de los casos reales como el suyo nos muestran el dolor que supone no poder acceder a un ejercicio pleno y enriquecedor de la propia libertad: los deseos de abrirse al mundo y de que el mundo se acerque a ellos chocan irremediablemente con una pantalla física aséptica que coarta iniciativas e ilusiones y deja escaso margen a la esperanza.

Las burbujas de aislamiento no son un monopolio de la ciencia médica para preservar la vida de quienes carecen de defensas inmunológicas. Hace años tuvimos conocimiento en Occidente del fenómeno sociológicojaponés denominadohikikomori. Se refería a aquellas personas apartadas que habían escogido abandonar la vida social, buscando a menudo grados extremos de aislamiento y confinamiento debido a varios factores personales y sociales en sus vidas. Eran generalmente adolescentes y jóvenes que se encerraban en sus dormitorios o en alguna otra habitación de la casa de sus padres durante periodos de tiempo prolongados, a menudo años. ¿Por qué lo hacían? Para evitar toda la presión exterior. Eran personas con una extrema timidez, otras eran víctimas de agorafobia, de fobia social o de un trastorno de personalidad por evitación. Ahora bien, hace tiempo que ha surgido también en nuestros propios lares un fenómeno de aislamiento que no se debe a miedos ni a timidez y en el que no hay en puridad rastro de fobia social ni de trastornos de personalidad. Lo podríamos denominar como burbuja conformista y consiste en crearse una vitrina psicológica de aislamiento y seguridad, rebosante eso sí de todo lo que a uno le divierte y complace, y en la que se extermina la más mínima mota de interés por lo que no tenga que ver con uno mismo y la propia satisfacción. Se trata simplemente de un formato existencial comandado por la comodidad, el hedonismo, el narcisismo y un egocentrismo puro y duro en el que el ombligo queda entronizado como centro del universo.

El adolescente narcisista y hedonista que habita esta burbuja conformista es aquél que ha decidido “pasar de todo” para vivir única y permanentemente preocupado de sí mismo y de sus necesidades. Eso es algo natural en los primeros meses de vida, cuando el niño experimenta un narcisismo primario en el que todas sus energías se destinan a satisfacer sus necesidades, pero si en la etapa adolescente se continúa centrando todo el esfuerzo en lo que es inmediatamente placentero y sólo importa sentirse admirado de manera exagerada en todo momento, el proceso de cristalización de la burbuja impermeable de los mundos de Yupi estará tomando carta de naturaleza.

El optimismo no tiene nada que ver con la falsa sensación de autosuficiencia que destilan los habitantes de esa burbuja pertrechada de caprichos y experiencias de colorines. Lo que se esconde detrás de ese aislamiento y desinterés por lo que no sea la más cómoda e inmediata satisfacción hacía sí mismos es casi siempre un profundo desdén por los demás y un desprecio por lo que implique inquietud o compromiso. En otras palabras, un rechazo de lo que significa gestionar la incertidumbre de la existencia. Buscar certezas es una operación que exige apertura y progreso personal para dar paso a nuevas claves de comprensión, ejecución y participación, pero estos adolescentes encapsulados lo que buscan son certezas chatas que se agostan en sí mismas y cuyo nulo recorrido las inhabilita para destilar indicaciones susceptibles de ampliar su horizonte vital.

Es complicado sacar a los conformistas de su burbuja. En realidad son unos conversos a la idea de la existencia como acumulación de experiencias rápidas, gratificantes y fáciles en las que no se les exige hallar más significado que su mero disfrute. La accesibilidad pronta a todos los “juguetes” posibles es para ellos la prolongación de una infancia consentida o quizás la consecuencia de un desencanto prematuro, y de ahí que sean tan remisos a aceptar nuestras invitaciones hacia el conocimiento, que desdeñen la investigación de nuevos horizontes y que menosprecien las exhortaciones a tomar iniciativas que impliquen esfuerzo, solidaridad o generosidad. Se vive muy cómodamente en ese sótano dorado y brillante, como aquél en el que retozaba el tío Gilito cuando se extasiaba manoseando sus monedas, y cuando se detienen a considerar su estilo de vida es como si se dijesen que por qué hay que preocuparse de lo que a uno no le divierte.

Las opciones para encerrarse en estas burbujas autocomplacientes y nada autocríticas están siendo favorecidas poderosamente por un entorno que preconiza las satisfacciones rápidas centradas exclusivamente en uno mismo como sinónimo de felicidad. Por eso el adolescente abandonado a su suerte y que no sea espoleado para dejar de ser como un crío de meses ensimismado en sus apetencias será presa fácil de esa consigna insidiosa y carente de estímulos vivificantes. La manera de contrarrestarlo puede consistir en crear a su alrededor, en la casa y en el aula, un ambiente absolutamente contrario a esos postulados en el que resulte prácticamente imposible hallar complicidades para el egocentrismo hedonista, teniendo como referencia un entorno inmediato en el que se respira y se practica de manera decidida y ejemplar un amor reverencial por la excelencia de lo verdadero, lo bueno y lo bello, que son las únicas vacunas y antídotos para la ignorancia, la indiferencia, el hedonismo, la abulia y el desapego.