Al parecer, términos como Inteligencia Emocional, coaching, Flipped Classroom (aula invertida), educación financiera, ABP (Aprendizaje Basado en Proyectos), etc., están invadiendo nuestro vocabulario escolar, como si en estas propuestas metodológicas estuviera la clave de la integración de nuestros alumnos. Mi parecer, como siempre, es que el propio docente, con su aptitud y actitud, tiene mucho que ver en ello. Un docente equipado solo con tizas puede deslumbrar más que aquel que cuenta con PDI y solo la utiliza para visionar películas.
También hay un concepto que empieza a sonar mucho: Neurociencia, o Neuroeducación. Luego de leer algunos libros, webs y artículos de diversos neurocientíficos, puedo concluir que quizás en el conocimiento más profundo del cerebro —sus partes, su funcionamiento—, encontremos la respuesta a algunos mitos y errores que los docentes solemos cometer.
A grandes rasgos, la Neurociencia está compuesta por un conjunto de disciplinas científicas que estudian el sistema nervioso: la estructura cerebral, sus funciones, sus patologías… Unos estudios e investigaciones que, si bien son complejos, pueden ayudarnos a los docentes y arrojar bastante luz para entender mejor a nuestros alumnos con o sin dificultades. En una conferencia en streaming, los especialistas del tema aseguraban que es el momento de incluir los avances científicos dentro del aula. Me parece brillante. Esto no significa que los docentes, así de pronto, nos convirtamos en científicos, porque educar ya es una tarea complejísima, pero sí podemos adquirir unos conocimientos básicos que beneficiarían mucho nuestra labor, conocimientos que arrojan luz sobre nuestro propio comportamiento, nuestras emociones, para así entender a nuestros alumnos, cómo se realiza el proceso (complicado) de aprendizaje, porqué actúan de determinada manera, o intentar comprender sus pensamientos, que están muy relacionados con la madurez de su cerebro. Va más allá de saber a grandes rasgos cuáles son las características evolutivas de cada etapa, tal como lo determinó Piaget en su momento. Desde entonces ha pasado mucho tiempo y la sociedad ha cambiado demasiado para quedarnos solo con esos conocimientos. Ya lo dice Facundo Manes: «Los humanos tenemos la capacidad de metacognición, es decir, la capacidad para monitorear y controlar nuestra propia mente y conducta. Esta última función nos ha permitido dar un paso gigantesco en términos evolutivos: hemos logrado volvernos la especie que se propone estudiarse a sí misma.» (Manes, Facundo; Niro, Mateo (2014). Usar el cerebro. Buenos Aires: Planeta).
Esta idea me provoca mucha inquietud, ¿cuántos niños, niñas y jóvenes han sido diagnosticados erróneamente y por ese motivo expulsados de nuestro sistema educativo? O caso contrario, cuántos no han contado con el apoyo suficiente y han sido etiquetados, rotulados, apartados, sin pensar acaso en cómo se sienten y cuál es la raíz del problema. En el meollo de estas cuestiones no solo me refiero a los docentes, también al rol importante que tienen las familias como sostén del proceso educativo de sus hijos. Creo que en las aulas actuales se está perdiendo mucho potencial por estas creencias erróneas, por estos informes inapropiados, por sobrediagnosticar y, ¿por qué no?, por rotular a un niño como el listo, el bobo, la distraída, el TDAH, el maleducado, la disruptiva, el flojo, la insolente, y prefiero no seguir, porque hasta mis propias palabras me provocan repelús. Pensar que esos niños y niñas de adultos conformaran equipos de trabajo, deberán resolver conflictos, demostrar capacidad de escuchar problemas ajenos, demostrar creatividad, y otras competencias laborales para las cuales se supone que la educación ya los ha preparado. ¿Esto es así? Nos olvidamos de trabajar en el aula la inteligencia social, base para que logren muchas de sus capacidades. Saber escuchar, pedir la palabra para hablar, compartir y ser inclusivo son algunos de los aspectos más importantes a la hora de trabajar en equipo.
Percibo la enajenación con la que se desenvuelve la sociedad actual, la nuestra y las otras, y siento desaliento y desazón. Noticias como que un alumno ha sido expulsado de su colegio por tener cierta disfunción y las familias de sus compañeros se quejan de que pertenezca al mismo grupo. Políticos peleando y discutiendo como si de niños se tratase. Personas refugiadas en busca de un lugar que las acoja. Vecinos que van más atentos a su móvil que a un saludo afectuoso a otros vecinos. Adolescentes que, con total inconsciencia, buscan el placer rápido en el consumo de sustancias. Familias adormecidas que no comparten momentos con sus hijos. Escuelas en las que parece que la única palabra que prevalece es «conflictos». Me parece un panorama desalentador para mi profesión. Pero, tal como me han enseñado los preceptos de la Inteligencia Emocional, cuando nuestro cerebro se contamina de emociones y pensamientos desagradables, hay buscar rápidamente aquellos que nos hacen pensar y sentir emociones agradables. Lo estoy encontrando en la Neurociencia o Neuroeducación, como le llaman otros autores. Autores que en el territorio español también están muy comprometidos y preocupados por el panorama social y educativo actual. Autores como Francisco Mora, que nos invita a reflexionar sobre el rol de la curiosidad, la emoción, la motivación, primordiales en el momento de guiar a nuestro alumnado para que aprenda. Para concluir me quedo de nuevo con las palabras de Francisco Mora que simplifican exactamente cuál es la respuesta que aporta la Neuroeducación:
«Neuroeducación no es solo llevar a todas las instituciones que imparten docencia los logros alcanzados principalmente por la neurociencia(la neurociencia cognitiva en particular), sino conseguir la “mentalización” de los profesores en cuanto a conocer cómo funciona el cerebro extrayendo de ello conocimiento que ayude a enseñary aprender mejor, sobre todo en los niños.» (Neuroeducación- Solo se puede aprender aquello que se ama. Alianza Editorial, 2013)
Nuestras prácticas educativas, realizadas desde el respeto, la responsabilidad, el sentido común y la inclusión, deberán ser revisadas. Modificar nuestras actitudes y conductas, y demostrar la predisposición constante al cambio. Un cambio que esta vez viene sostenido por la Neurociencia. Otro término que deberá sonar en nuestro vocabulario, pero esta vez que sea para quedarse.