7 enero, 2014

“La sonrisa es la carcajada de la inteligencia” (R. Gómez de la Serna). Esta greguería del ilustre Ramón me abrió un mundo cuando, siendo todavía un adolescente de pantalón corto e incipiente bigote, estaba estudiando literatura española. No exagero si digo que me hizo darme cuenta, de sopetón y de manera plenamente consciente, de por qué me empezaban a caer mejor las personas que me hacían sonreír, a diferencia de las que cuando era niño simplemente se limitaban a hacerme reír con alguna gracieta. Todo un salto cualitativo que se debía no sé yo si a lo mismo que me hacía tener bigote y desear ponerme ya unos pantalones largos o, a lo mejor, a un viento intempestivo que me habría dado un vuelco neuronal a mi sensibilidad. El caso es que la greguería me tocó, me hizo pensar en que si era verdad que a la inteligencia se la podía hacer reír en silencio, sería interesante ver cómo se hacía funcionar el mecanismo. Ojo, mi naciente curiosidad, vecina de otras curiosidades que también iban germinando, se dirigía a las sonrisas que fueran capaces de provocarme ideas sorprendentes e inteligentes, gracias a su aquél de elaboración. Las otras greguerías que venían en el compendio del texto, y que me hacían sonreír de una manera nueva me estimulaban intelectualmente de un modo distinto. Era un humor diferente y nuevo, tenía chispa, y comencé a fijarme en las personas de mi entorno que hacían algo parecido. Por ejemplo, cuando alguno de mis profesores mostraba ese tipo de humor en clase, se avivaba mi interés, me daba la impresión de que sabía conectar con esa dimensión que me despertaba sorprendentemente el ánimo y la curiosidad.

No hay duda de lo bien que funciona el humor mezclado con todo, siempre que ese humor no sea de garrafón. Por ejemplo, en las películas dramáticas se incluye alguna gotita dosificada de humor para dar un respiro al espectador antes de continuar con los densos temas de la historia, los tenderos de los mercados de toda la vida saben bromear con ironía mientras pesan su producto en la báscula, los dentistas sabios tranquilizan a los niños haciendo que sus mentes se relajen mediante palabras risueñas y los abuelos provocan la sonrisa de los nietos más pequeños dejando que trasteen en sus caras arrugadas, pero tan llenas de bondad que es como si pudieran pastar las ovejas en ellas. El humor que hace sonreír puede estar basado en la paradoja, lo chocante, la indulgencia, la distancia, el doble sentido, lo ridículo, lo ingenioso, lo cómico, la agudeza, la picardía, la guasa, la sorpresa o la socarronería, sin ánimo de acabar con todas las posibilidades. Porque siempre hay más, a gusto y arte de lo que cada uno sea capaz de extraer de sí mismo cuando quiere añadirle un sabor especial a lo que hace.

La educación es una cosa seria, muy seria, lo tenemos perfectamente claro. Pero lo contrario de serio no es lo que es divertido, sino lo desorganizado y caótico. Ahora bien, hay que recordar que lo contrario de lo divertido es lo aburrido y que me aspen si hay que aceptar que lo serio tiene que ser, además, aburrido. Eso sí, podrá ser trabajoso, intenso, riguroso, profundo e incluso agotador, pero lo serio no exige ser aburrido. En clase hay que tomarse muy en serio la atención o la concentración a la hora de enfrentarse a la tarea, y lo mismo ocurre cuando se abordan asuntos relevantes que afectan a los alumnos en su vida personal, pero el profesor puede potenciar unas y otros ya sea con la inventiva pedagógica o deslizando golpes inteligentes de humor. ¿Y por qué meter el humor en el aula? Pues porque el humor tiene la virtud, por el contraste que produce con lo que se está tratando, de anclar la mente de los alumnos. Es como un golpe de efecto que les predispone a sentirse, por así decirlo, confortables ante lo que se les propone. La presencia de sonrisas permite asimismo limar las asperezas de los momentos de cansancio creando climas favorables en el aula. Las pinceladas de humor bien lanzadas no les pasan desapercibidas a los alumnos porque les muestran aspectos interesantes de las cosas y de las situaciones. Ese efecto como de revestimiento amable y favorecedor es un plus añadido para activar la atención y para animar a la concentración, y es también un buen banderín de enganche para todas las demás intervenciones educativas que emprenda el profesor.

En ocasiones el oposicionismo de los adolescentes parte de lo antipáticos que creen que somos los adultos a cuya autoridad deben someterse, pero no de nuestra seriedad. Si lo profesores somos serios y consecuentes saben que actuamos con ellos de forma coherente, pero consideran importante que esas demandas les lleguen por cauces que incluyan muchas veces esa cordialidad que posee el humor, un barniz que humaniza nuestras exigencias y las pautas que les transmitimos. El humor bien aplicado con los alumnos es un salvoconducto estratégico, da distancia y proximidad, calma y curiosidad, templa el ánimo, fortalece cuando la fatiga hace acto de presencia, aporta alegría e invita a conectar con toda clase de personas.

Por eso conectar con los alumnos mediante nuestro humor no es demasiado complicado. La cuestión es hacerlo en las dosis precisas para hacerles sonreír, como lo hacen las greguerías cuando golpean con su ingenio y capacidad de sorpresa nuestra mente. Y no nos olvidemos de que actuar con buen humor nos procura a los profesores un ánimo más optimista para el día a día escolar y la seguridad de poseer una mayor ascendencia cuando tengamos que frenar conductas, dar toques de atención o poner las cosas en su sitio en los momentos críticos de nuestro trabajo. Es un recurso multiuso, un indicador de carácter y una nota distintiva que nos distingue. Pero sobre todo es un potenciador de primera a la hora de educar en profundidad.