6 junio, 2016

El tiempo es un aliado fiel pero muy exigente. Está de nuestra parte pero sólo si nos atenemos a sus condiciones. La primera, la más evidente y la más importante, es que no quiere que lo andemos perdiendo. Es la afrenta más imperdonable, el pecado que más le ofende. Para el tiempo el usarlo a medias, el desperdiciarlo en naderías insustanciales, o en actuaciones llenas de banalidad hueca, es el mayor desprecio que se le puede hacer. De ahí que todo lo que no sea extraer de cada momento y ocasión lo que pueda dar de sí es menospreciar las oportunidades que ofrece y tirar por la borda unas ocasiones únicas que casi nunca se van a poder recuperar. Ese despilfarro el tiempo lo vive como un ataque a su línea de flotación, una dilapidación intolerable respecto a la trascendencia primordial que el dios Cronos desempeña en todos los órdenes de la vida.

 

En las aulas hay que administrar con criterio y audacia el tiempo. El conocimiento y las competencias que se adquieren en ellas necesitan que sea percibido y traducido por los alumnos como la mejor manera de vivir el tiempo que pasan entre sus paredes. De ese modo la jornada escolar será un tiempo significativo, y eso quiere exactamente decir que es  un período cotidiano en el que tiene lugar un laboratorio de vida, y en él los adolescentes están formando parte del experimento de transformación que el aprendizaje, la convivencia y la innovación van obrando en ellos con el objeto de sensibilizarles hacia las posibilidades y los retos que les aportan las diferentes materias y actividades. Ahora bien, como siempre la cuestión reside en no perder de vista la conjunción imprescindible que debe haber entre nuestra manera de activar todo el mecanismo de ese laboratorio educativo y la percepción de sentido valioso que los alumnos finalmente le atribuyan.    

 

Para gestionar las variables que implica nuestro trabajo como educadores es preciso hacer una buena dosificación de la densidad de contenidos, la diversidad de métodos y los ritmos que empleamos. Sabemos cuál es el plan educativo que nos corresponde llevar a cabo, pero no hay que perder de vista que nuestra meta, al término de cada jornada, tiene que ser la de estar convencidos de que hemos conseguido dos cosas: que haya habido avances reales en la formación de los alumnos y que se han sorteado los contratiempos que suelen provocan alteraciones, vacíos o aplazamientos baldíos. Es decir, que no se ha desperdiciado el tiempo.

 

Ciertamente no es un asunto fácil. La variedad humana de la clase, con sus fortalezas y carencias, nos fuerzan a tener una cintura pedagógica de primer orden para rentabilizar al máximo nuestro trabajo, porque sabemos que para no perder el tiempo y sus oportunidades cada ejemplo que pongamos, cada práctica que se haga y cada debate o cada situación habidos en el aula han de estar al servicio del robustecimiento de la plenitud vital e intelectual de nuestros alumnos.

La prisa es otro gran enemigo del tiempo. La precipitación no es la alternativa para no perderlo, y máxime cuando se tiene a la vista el axioma de que “cada cosa requiere su tiempo”. El tiempo es dúctil y se aviene a que lo adaptemos a nuestras circunstancias, es decir, al contexto de nuestro grupo de alumnos. En líneas generales eso requiere realizar una combinación orquestada de presión, atracción y descanso en la que, por una parte, hay que proponer lo que corresponde hacer y los métodos que se van a emplear (que van a exigir siempre cuotas más o menos  notables de esfuerzo), se da luego cabida a momentos de trabajo e interacción llevados a cabo con animada  participación (para acabar de asentar y asimilar lo anterior), y entre medias vamos introduciendo breves tiempos de descanso de la tarea para oxigenar el ambiente, paliar el agotamiento y retomar de nuevo el esfuerzo con garantías. Son tantas y tan adecuadas las combinaciones posibles de estos aspectos para cualquier contexto de alumnos que eso facilitará lograr que el tiempo del aprendizaje y participación escolares se encuentre vibrando en sintonía con ellos.         

                   

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La alternativa al aburrimiento y a la indiferencia en el aula no es el entretenimiento sino el interés. Un tiempo vacío de contenidos de interés es un tiempo mortecino. Hoy en día hay una especie de deificación de que las cosas sólo valen si su intensidad inmediata es capaz de producir un chispazo en la gente, y los adolescentes son posiblemente el grupo con una avidez de sensaciones electrizantes más acentuada. El aula no es una sala de fiestas,  una playa para practicar el surf y, mucho menos, un club de la comedia con la misión de divertirles para que no se duerman sobre las mesas. Tiene que especializarse en ofrecer otro tipo de productos de interés que van a estar, eso sí, en dura competencia con el cada vez más influyente y colonizador mundo del entretenimiento.

 

El desafío estriba en activar al alumno haciéndole ver y valorar que allí, en ese espacio de exigencias y convivencia, le está esperando cada día un bagaje de experiencias de vida que no se puede perder porque le van a proporcionar recursos sugestivos para sentirse más capaz y seguro a la hora de labrarse su trayectoria personal y enfrentarse a la realidad. E igualmente el interés que él ponga y reclame para obtener esas ganancias le será devuelto en el interés que nosotros, sus educadores, consagremos en aportarle todo lo que está en nuestra mano para hacer que no sienta que está perdiendo el tiempo.