29 mayo, 2017

“Persona tóxica” es una calificación que está haciendo fortuna últimamente. Se utiliza para denominar a la persona que habla en exceso de sí misma y se olvida del otro, va de víctima por la vida, tiene un discurso pesimista y negativo, cree que el mundo está en su contra, está comida por la envidia los celos y la soberbia, no se alegra con las alegrías ajenas, actúa como si siempre estuviese en posesión de la verdad, corrige y condena a todo el mundo… En definitiva, se trata de una “joya” que se dedica a desahogar su tristeza en aquéllos con los que se relaciona y les hace sentirse culpables envenenándoles la vida.

 

La verdad es que resulta difícil sustraerse al aliento de las toxinas psíquicas que emite, y mucho más cuando no hay más remedio que convivir con esa gente ya sea en el hogar, en el trabajo o en el aula. Esta clase de personas, tan capaces de chafarnos no sólo el día sino la energía durante una buena temporada, se caracterizan por encarnar un egocentrismo de doble cara: por un lado reúnen los atributos del tipo Estrella (afán por ser siempre admiradas llamando la atención de los demás y siendo el centro del mundo) y por otro tienen los distintivos del tipo Cenicienta (se sienten merecedoras de compasión y piedad basándose en que son muy delicadas y débiles, exigiendo por ello ser protegidas y satisfechas). 

 

Pero la toxicidad, lejos de circunscribirse en exclusiva a los anteriores aspectos en los que lo primordial es conseguir una atención pegajosa y sumisa a las vicisitudes egocéntricas de una persona, se está extendiendo en estos tiempos con una inusual ampliación de su significado y con un nuevo objetivo: el de provocar de modo insidioso, aunque igualmente nocivo en quienes los reciben, confusión, desviaciones, desmoralización y extravíos. Estos sujetos tóxicos actúan de una forma muy peculiar, porque ya no se centran en sus necesidades subjetivas sino que, al modo de predicadores laicos, se dedican a preconizar con desparpajo ciertas formas “liberadoras y corrosivas” de pensar y conducirse. Sus mensajes proclaman las bondades de lo novedoso y chocante porque sí, de lo rompedor y de lo que sea demoledor y molón, con un absoluto desentendimiento de las consecuencias de riesgo que ese aire arrasador pueda conllevar y del coste y daños que puedan derivarse.    

     

Todo lo que promueven estos agentes tóxicos con sus prédicas afecta a nuestros alumnos más allá de la clásica y normal actitud juvenil de rebeldía y cuestionamiento del mundo de los adultos, del normal proceso de afirmación adolescente de la personalidad.  Se trata de algo muy distinto. Lo que esos elementos pretenden es que sus destinatarios “se conviertan” a sus planteamientos y que se adhieran a unos modelos de pensamiento, unos estilos de vida y unas conductas que van encaminadas a acometer transgresiones y derivas que implican el abandono de valores sólidos, la quiebra de verdades y certezas inapelables y el desdén por los comportamientos saludables. No son por tanto simples propuestas gamberras puntuales ni unos ocasionales y más o menos provocadores disfraces de carnaval frente a sus educadores. Tales proposiciones responden a proyectos e ideologías que cuestionan la naturaleza de las cosas, subvierten la objetividad de las evidencias, relativizan el cuidado de la salud, ponen en solfa el valor de la búsqueda de la verdad y ridiculizan la importancia del esfuerzo para construir una personalidad sólida y consistente.

 

Tales sermoneadores y clérigos del “tiempo nuevo” promulgan que la mente ha de ser tamquam tabula rasa, una superficie borrada de todo lo que hubiese escrito en ella con anterioridad porque sólo así, al dejar al margen los valores y las evidencias objetivas, será posible reinventar la realidad e incluir en ese espacio desocupado nuevos patrones transgresores construidos a partir del relativismo, el emotivismo y el mero capricho de la propia voluntad. Esta labor de adoctrinamiento exige a su vez sumisión, por lo que para asegurarla se arrogan la función de ser una “policía del pensamiento” dedicada a corregir desviaciones, controlando y decidiendo qué es lo único válido que cabe pensar.      

 

No hay que olvidar que las insinuaciones dirigidas a romper con todo lo previo y reinventar la realidad al gusto de cada cual resultan muy tentadoras en la adolescencia. El dato reciente de que a los 13 años se empieza ya a beber alcohol y pillar borracheras es un ejemplo de cómo la toxicidad transmitida mediante el consumo conversacional y las sugerencias y ejemplos de quienes confunden la rebeldía con la tontería -bajo el lema del paradigma de “divertirse a toda costa”-, consiguen arrastrar a su terreno a quienes carecen de suficientes factores de protección frente a lo que es lesivo y dañino.  Así que no cabe extrañarse de que si a cualquier idea o comportamiento que vaya contra lo que es verdadero o saludable se le sabe revestir con un vestido tramposo de “diversión”, “liberación”, “independencia”, “modernidad”, “progreso”, etc., las probabilidades de morder el cebo y caer en el engaño son considerables.

 

 

¿Es posible hacer prevención frente a las personas e influjos tóxicos que, bajo todo tipo de envoltorios y apariencias, pululan alrededor de nuestros alumnos? Lo que está comprobado es que para poder desmontar las consignas y los agentes tóxicos se necesita desenmascararlos de antemano sacando a la luz cómo efectúan sus trucos de tergiversación, ya que quien conoce los trucos de un mago no va a quedar seducido por cómo saca el conejo de la chistera. Por eso si queremos frenar y desarticular en muy gran medida su poder de persuasión y convicción resulta imprescindible enseñar a nuestros adolescentes cómo es el mecanismo de las triquiñuelas, sofismas y falsedades que emplean esos elementos venenosos con el fin de atraer, convencer, sugestionar, presionar e incluso culpabilizar a quienes quieren llevar a su terreno.  

                                                                                                                                                                                Ahora bien, aunque esa labor de desmenuzamiento y desguace racional del entramado de la falsedad es esencial para que nuestros alumnos sepan sortear las trampas saduceas de los sofismas, sin embargo no es suficiente para conseguir que la prevención sea totalmente efectiva. Para un adolescente muchas veces el significarse y resistirse al pensamiento débil y fullero de los tóxicos implica ser objeto de ridiculización y burlas (“cagueta”, “pringado”, “antiguo”, “facha”, “niñato”, etc.), de chantajes emocionales (“yo creía que eras más valiente…, que eras más independiente…”), de apelaciones al espíritu de grupo (“a ver si vas a ser el único del grupo que todavía cree que…”), de aislamiento o incluso de ataques más directos.  

 

La fortaleza para no sucumbir a esta presión y no dejarse contaminar por su veneno sólo puede construirse y fraguarse de una forma sólida mediante la práctica personal asidua de las habilidades de oposición asertiva, es decir, de que se habitúen a practicar con naturalidad la costumbre de oponerse en la vida cotidiana, de forma serena y firme, a todas las invitaciones, desaires e insinuaciones de menor trascendencia que uno no quiera aceptar. El constante ejercicio práctico de dicha costumbre consigue que poco a poco su capacidad de resistencia frente a las presiones se haga más consistente, porque eso es vital para cuando hagan acto de presencia las ocasiones mucho más amenazadoras del juego sucio tóxico contra su persona. El uso habitual de la oposición asertiva, cuando se ha convertido en una habilidad internalizada que forma parte ya de la propia identidad, tiene la virtud de que luego puede generalizarse para ser utilizada en las ocasiones en que haya que hacer frente a quienes pretendan engatusar al adolescente en asuntos más comprometidos.

    

Si aspiramos a que los alumnos alcancen una verdadera autonomía personal consistente hay que incorporar como una faceta esencial de la educación el adiestramiento en las habilidades de oposición y del pensamiento crítico frente a las falacias. Para no sucumbir a los cantos de sirena necesitan ser aleccionados de forma precisa acerca de en qué consisten -y cómo deben oponerse y afrontar- los subterfugios emocionales e ideológicos tan llenos de sofismas, falsedades y trampas que conforman el bagaje de la toxicidad. En este asunto tan delicado y espinoso no se les puede dejar solos.