28 octubre, 2013

El profesor es un entrenador del pensamiento, un míster del conocimiento que entrena a sus jugadores cinco días por semana para que aprendan a jugar lo mejor posible los partidos de la vida. Cada uno está especializado en uno o varios deportes. A algunos de sus jugadores les cuesta algo más hacerse con la técnica y la estrategia del juego, y otros en cambio descubren que poseen habilidades especiales para brillar en esas materias. No obstante el entrenador trata de que todos alcancen un buen nivel, que vayan tan lejos como puedan y que saboreen con placer los ejercicios de musculación de sus mentes para seguir el ritmo incandescente del cerebro cuando debe enfrentarse a retos incesantes. Hacer buenos deportistas es despertar en los alumnos el amor al conocimiento para que adquieran destrezas cognitivas, empleen mejor sus competencias personales, alcancen un correcto crecimiento interno y se hagan poco a poco con una mirada más poderosa hacia el saber y el ser. El profesor se esfuerza en entrenarles para que consigan jugar en una liga de primera, un campeonato en el que la calidad siempre debe ser excelente aunque sus jugadores, tan jóvenes, a veces acudan a la cancha desmotivados, pensando que esos deportes no van a servir para gran cosa.

La metáfora del entrenador puede servirnos para detenernos un momento en algo que hace que los alumnos adolescentes se adentren con más ánimo en la faena que les proponemos día tras día. Si somos realistas al cien por cien hay que reconocer que es ilusorio pensar que todo lo que les queremos enseñar les va a apasionar por igual, o mucho incluso. Actuamos como guías de un tour, pero no todo lo que han de ver y aprender les llegará a interesar a tope, y no nos debe extrañar que decaiga con más o menos frecuencia su implicación real. Pero como ocurre cuando hemos viajado a un país lejano, puede suceder que estén más dispuestos a prestar la atención y el esfuerzo debidos cuando el guía, con independencia de la grandeza o interés de los monumentos o las rutas, acierta a ganarse a los turistas.  

Parte del secreto de un viaje organizado del que se guarda el mejor recuerdo parece residir en esa especial actuación del guía turístico, gracias a esa especie de atmósfera atractiva que consigue crear en el seno del grupo de viajeros para hacer que todo el viaje, pese a las inclemencias de frío o calor, el cansancio o  el traqueteo por las carreteras de tierra, parezca mejor, es decir, más soportable cuando es necesario, y muy interesante siempre que sea posible.  Más tarde, al regresar a casa, nos queda la grata sensación de que el viaje y lo que hemos vivido en él han merecido la pena, recordando de manera muy especial a ese guía que nos hacía sentir cada paisaje y cada monumento de un modo tan cautivante. El recorrido turístico, combinado con el factor humano del conocedor experto del territorio, daba como resultado esa mezcla que nos dejaba una evocación favorable.

El concepto de vinculación emocional es cada día más relevante para entender el proceso de formación. El alumno que está sentado delante de nosotros nos mira y nos está valorando permanentemente. ¿En qué se fija? Muy sencillo, en todo lo que hacemos. Evalúa y cataloga cualquier gesto, tono de voz, apariencia, mirada, movimiento, forma de presentar la materia, interés en lo que enseña, capacidad de escuchar y resolver, sentido del humor, estilo a la hora de ejercer la autoridad, forma de afrontar los momentos críticos y conflictivos, etc. Y como sucede en los equipos deportivos, en el vestuario es donde se cuece la opinión de los alumnos acerca del crédito e implicación que inspira cada profesor, y si el míster pasa la prueba del vestuario y se le reconoce que es válido, será admitido como verdadero y genuino “profe” por haber conectado con ellos en esa clave emocional de aceptación y confianza, una clave que le va a habilitar para dar clase atravesando a fondo la membrana de su receptividad. La vinculación emocional con la persona del profesor o de la profesora se añade de un modo natural a su posición de docente y facilita que el grupo se deje conducir más fácilmente tanto hacia el aprendizaje como respecto a las propuestas vitales (el coraje ante las dificultades, la capacidad de esfuerzo, una adecuada aclaración de valores, la búsqueda de la excelencia en todos los ámbitos de su vida, etc.) que puedan recibir de ese adulto de referencia.

Las imprescindibles estrategias pedagógicas por sí solas no nos garantizan la implicación de los adolescentes en el aula. Sin embargo la forma de acercarnos a ellos para aplicar esas estrategias sí que nos da una ventaja mayor en ese propósito. Y cuando lo que les pretendemos transmitir son esos aspectos más personales que tienen que ver con la salud, las relaciones con los demás, la prevención de los factores de riesgo, la promoción de los factores de protección, la solidaridad con quienes necesitan apoyo y ayuda o el entusiasmo por el aprendizaje, la mera pedagogía centrada en las materias académicas se nos suele quedar corta. Somos mediadores, establecemos puentes para que los alumnos se adentren en esos aspectos y valores del saber en general que les llevan a crecer en sabiduría con garantías. Pero nadie cruza un puente si no confía en su solidez.

 La confianza en la persona del profesor es una de las claves básicas de todo proceso de enseñanza-aprendizaje que se precie, lo que le aporta seguridad y verdad. Los alumnos son expertos a la hora de detectar el grado de entusiasmo que un profesor siente por ellos y por el aprendizaje a la hora de enseñar, entusiasmo que expresa también la confianza que él tiene en su potencial de jugadores en el campo de la enseñanza y de la vida. Esa confianza es el resultado de la conexión afectiva que todo docente, como genuino entrenador, guía y mediador, necesita lanzar y buscar en los alumnos para actuar a fondo como un genuino profesional de la enseñanza.

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